Suena el tañer contenido de la campana de la vieja iglesia de Bandaliés, en el corazón de la comarca de la Hoya de Huesca. Su toque sordo apenas enturbia la calma que envuelve sus contadas casas de piedra y que parece discurrir lánguidamente calle abajo. Al pie, como un hito frente al paso del tiempo, se yergue el taller de Raimundo Abió (Bandaliés, 1970), al que no cesan de peregrinar amantes de la alfarería tradicional y de su buen hacer.
El Obispado de Huesca conserva una licencia de venta de alfarería en la muralla de la ciudad expedida a un tal Carrera, el apellido de la familia, de cuando la capital estaba en manos musulmanas y su Aljama recaudaba el tributo. Corría el siglo XV… Al fallecer, su mujer se volvió a casar y tuvo más hijos, pero ya con el apellido Abió, describe Raimundo. Ya más próximo en el tiempo, mi abuelo tuvo una pequeña alfarería con horno propio –no todas lo tenían entonces−, en la casa donde residen mis padres, precisa.
Estoy orgulloso de ser alfarero. Aún conservo los útiles –torno de pie incluido, medido en varas aragonesas− y herramientas del abuelo. Incluso la motocicleta con caja con la que acudía a las ferias. Cocía en un horno árabe enorme, de más de 22 m3 de capacidad… Aunque un alfarero está ligado a su tierra y a sus formas ancestrales, lo cierto es que cada impronta es única.
Su relato deja patente el peso de una memoria de generaciones −a la que Raimundo suma un interés desmedido por el oficio, más propio quizá de un auténtico enciclopedista−. Me gusta el alfar. No es lo único que sé hacer, pero es en lo que mejor me desenvuelvo, afirma. No he dejado el torno desde que concluí Ciencias Químicas y la mili hace poco más de 30 años.

La alfarería de Bandaliés siempre se distinguió por sus tierras, idóneas para menaje básico de hogar –escudilla, plato hondo y poco más en los hogares más sencillos− y útiles de cocina: cazuelas o pucheros, cada uno con su propio nombre: de ‘viuda’, de ‘cofradía’… −por eso, las piezas eran más delgadas y tripudas−; y, sobre todo, para conservar líquidos: agua, aceite, vino o vinagre. De forma esporádica, podían hacer callejeros, lápidas, bajantes…
Además, extraían una tierra especial, más pálida, ligera, y con apenas óxido de hierro, para cantarería: botijos, tinajas, cántaros de uso de tamaño medio. La producción de tinajas de más de 250 litros era más bien oscense, aunque los alfareros de aquí les echaban a menudo una mano. El último quizá su padre, Raimundo también. Había un trasiego importante de alfareros con sus respectivas familias de una comarca a otra, por mayorazgo, esponsales…
De crío, el taller era mi refugio y el de mis amigos: pasábamos tardes enteras en el torno. Hasta que un día mi padre me puso a hacer piezas que descartaba si más. Pasaron las semanas y, de repente, me dice que no tirase la que acababa de concluir. Entonces comencé a tornear piezas de verdad…
A partir de ahí, me interesé por aprender más y viajé a menudo a Moveros (Zamora), La Rambla (Córdoba)…, para ver qué hacían otros alfareros. O a visitar exposiciones, como las dos importantes colecciones privadas de alfarería española: la de Emilio Sempere y la de Emilio Torner, que se expusieron juntas en La Ametlla de Mar, en Tarragona. Allá me iba en cualquier momento y pasaba horas observando las piezas. Era muy estimulante.
Su taller: pura memoria
Con veinte años le ofrecieron el edificio conventual que hoy ocupa. Originalmente fue una residencia de abades dependiente del castillo de Montearagón que, tras la desamortización de Mendizábal, pasó a manos privadas: cuatro plantas, sótano incluido –que en su día acogió un taller con tres familias alfareras-, y una terraza desde la que se divisa todo el contorno. El dilema fue: o este monstruo, en estado ruinoso entonces, o un polígono… Curiosamente, sus cimientos descansan sobre granzas: los residuos de colar tiempo atrás la tierra para usos alfareros.
Jamás descuidé la vertiente tradicional: sigo extrayendo, aunque cada vez menos porque estoy solo, barro de una terrera de Arbaniés, un pueblo vecino.

Pese a ser un pueblo pequeño, mi padre conoció aquí ¡36 alfares! En 1944 tocó aquí el Gordo de la Lotería y el pueblo casi desapareció. He desmantelado alfarerías cerradas desde entonces con piezas a medias en el torno. No era para menos: según un estudio del Instituto de Estudios Altoaragoneses, un alfarero, que solía empezar a los 13 años, a los 44 ya pasaban a trabajos auxiliares. ¿El motivo? La galena, el sulfuro de plomo que empleaban para esmaltar.
En el taller llegamos a trabajar nueve personas: mis padres, mi hermano Ricardo y cuatro personas más, familia de algún modo. Todos los fines de semana, dos de nosotros acudíamos a cuantas ferias había y los encargos no cesaban. Para las fiestas de los pueblos tenía que prever un stock de al menos unas cinco mil piñatas para que los críos las rompiesen…, describe.
Hemos pasado muchos veranos haciendo turnos, sin comer juntos en casa un solo día: torno, turistas, ventas… Durante años, varias agencias francesas y andorranas han traído de forma regular al taller autobuses atestados de público interesado. El año de la pandemia fue demoledor: dejaron de venir 107 autobuses. Visitas y ferias han supuesto el grueso de mis ventas. Apenas tengo relación con internet o las redes sociales. No les tengo fe…
Asegura que el barro le emborracha y su destreza al torno, sea cual sea la complejidad de la pieza, lo acredita. Su acervo incluye, además, toda una panoplia de recursos y soluciones técnicas. He hecho objetos tanto de uso como decorativos. Su última colección es de línea tradicional, pero con una decoración contemporánea muy sencilla de motivos naturales. El quid, en cualquier caso, es que el trabajo guste y se venda…, apostilla.
Un reportaje de Miguel Bertojo.